Por : Víctor M. Toledo
Como ha venido
sucediendo desde que el mundo es mundo y la humanidad es humanidad, la
naturaleza vuelve a enviar mensajes claros y contundentes a los seres
humanos. De nuevo intenta que los monos pensantes aprendan lecciones,
que año tras año, siglo tras siglo, toman cuerpo en catástrofes
denominadas
naturales. Esta vez ha sido la sociedad mexicana la que nuevamente ha recibido otra lección, que por cierto ni medios masivos de información, ni autoridades, ni analistas, conectan con la inmediatamente anterior: durante 2011 y 2012, casi la mitad del territorio nacional, junto con buena parte de Estados Unidos, sufrió la peor de las sequías en casi un siglo. Los efectos fueron tan graves como los de las lluvias excesivas. La sequía causó pérdidas extraordinarias en las áreas agrícolas de norte y centro del país (trigo, maíz, sorgo, forraje) y especialmente en la ganadería. Por la sequía extrema, ¡murieron 1.3 millones de reses! Esa vez no fue el exceso sino la ausencia de agua. El país ha sido entonces literalmente zarandeado en menos de tres años, al pasar de la peor sequía a las peores inundaciones.
No intentaré convencer de nuevo a los lectores de que estas
oscilaciones climáticas tan abruptas, estos giros extremos, son una
consecuencia de la crisis ecológica global, efecto culminante de una
civilización moderna e industrial que parece hundirse sin remedio. En
esta ocasión prefiero dar por hecho que los eventos climáticos se harán
cada vez más impredecibles y sorpresivos, y que en consecuencia se
debe actuar para asumir e implementar una estrategia de supervivencia.
Como estamos ya en los tiempos globales, los habitantes de un país
(escala nacional) debemos saber enfrentar fenómenos cuyas causas
últimas son planetarias (escala global). Esto de la supervivencia de la
humanidad o de la especie es lo que los académicos más preocupados
sintetizamos en la idea de una sociedad sustentable. ¿Qué lecciones
dejan estos hechos?
Examinemos el caso del agua. Como sucedió con las plantas, los
animales y ciertos metales, la especie humana logró su domesticación no
sin (auto) domesticarse. La relación entre natura y cultura es siempre
dialéctica o, si se prefiere, recíproca. Los mesoamericanos domesticaron
el maíz, y el maíz domesticó a los mesoamericanos. Con el agua sucedió
lo mismo: para lograr aprovechar un flujo de agua proveniente de un
manantial o del deshielo de las montañas, los individuos tuvieron que
organizarse, ponerse de acuerdo, establecer reglas e instituir la
equidad como un valor central y supremo. Esto es, se civilizaron y
dieron lugar a comunidades basadas en la cooperación, la ayuda mutua y
el conocimiento detallado del movimiento del agua, la topografía, las
clases de suelos y los cultivos. Todos practicaron y aún practican una
democracia participativa en torno a ese recurso vital. El agua se
domestica solamente mediante conocimientos, tecnologías y formas
adecuadas de gobernanza, es decir instituciones comunales o colectivas.
Las comunidades de regantes, los consejos de cuenca, operan desde hace
siglos e incluso desde hace miles de años, conduciendo, utilizando y
perfeccionando el manejo del agua. Frente a la crisis actual, esos
ejemplos resultan cruciales. Por el estudio de esos procesos de carácter
tradicional, la politóloga estadunidense Elinor Ostrom obtuvo el Premio
Nobel de Economía en 2009.
Los tres siglos de modernización industrial han caminado en
sentido contrario. El mundo moderno, gestado desde Europa, basado en la
idea de que la naturaleza debe ser dominada y explotada para el uso de
los humanos (y en el fondo de las corporaciones y empresas), no
solamente se ha dedicado a borrar de la faz de la Tierra esas
experiencias tradicionales, sino que en su amnesia, ha hecho trizas las
formas de democracia local y regional, la organización basada en la
cooperación y en la confianza, y los conocimientos sociales y
ambientales ligados a esas prácticas milenarias. Para
dorarnos la píldorainventaron la democracia (liberal, formal o representativa), que es una forma de centralizar el poder. Esa democracia, se vuelve más inútil y ficticia conforme el capital en su fase corporativa, arrasa con el planeta, explotando de paso el trabajo de la naturaleza y el trabajo de los seres humanos. Luego entonces, los eventos naturales para ser domesticados no solamente requieren de medidas técnicas sino también sociales y, por ende, culturales, políticas y civilizatorias.
Las élites políticas y empresariales, los poderes fácticos, hoy
reducidos a una burbuja sorda y autocomplaciente llamada Pacto por
México, no son capaces de prevenir, enfrentar y resolver los eventos que
la naturaleza manda como lecciones, porque en el fondo no ejecutan una
acertada gobernanza. Acaso la infortunada combinación de ciclones
pudiera ser también una metáfora que la naturaleza escenifica sobre otra
clase de desbordamiento: el de los ciudadanos hartos de tanta
imposición.Y es que frente al autoritarismo y la autocracia, la rabia
ciudadana es como el agua. Una vez en movimiento nada la detiene, y los
cauces establecidos, los ríos institucionales, los acueductos de la
legitimidad y de la legalidad se vuelven inservibles. Hoy vivimos una
falsa democracia porque las instituciones son incapaces de inducir la
construcción de acuerdos, de resolver conflictos y de aceptar que frente
a la complejidad de los problemas, los ciudadanos tenemos derecho al
autogobierno. Y esa es la misma causa que provoca que las descomunales
reacciones de la naturaleza lastimada por el ogro industrial, se
conviertan en catástrofes. Toda forma autoritaria o despótica de ejercer
el poder termina por ser doblemente desbordada: por la naturaleza y por
la sociedad civil. El neoliberalismo y sus reformas impuestas se harán
cada día más vulnerables, pues en estos tiempos la única garantía para
la supervivencia de toda la sociedad es la autogestión local y regional
en pleno balance con los procesos naturales. Esas son las lecciones del
agua.
Twitter: @victormtoledo
2 comentarios:
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